6.17.2007

El velo silencioso de la muerte

Es Sefarad “un recorrido por la Historia del siglo XX a través de los perseguidos y olvidados.” Así reza el epígrafe que nos lo anuncia en la portada de la edición presente. Sefarad de Antonio Muñoz Molina, es un conjunto de historias ya referidas, ya inventadas, de vidas que la Moira atormenta sin descanso. Nos refiere infiernos creados por el mismo hombre, representando la crueldad con la que es capaz de someter a su prójimo así como lo hacen el caos y “el acaso” que con él se ensañan sin razón. El hombre actúa así en medio de la soledad que lo aprisiona presintiendo el velo de la muerte que se acerca a él tan silenciosa, “tan callando”, por la espalda sin saber éste a qué horas. ¿Es tan importante el tiempo?

He despertado[1] rígido de frío y no sé dónde estoy y ni siquiera quien soy. Durante unos segundos he sido un fogonazo de conciencia pura, sin identidad, sin tiempo, tan sólo el despertar y la sensación del frío, la oscuridad en la que yazgo encogido, (...)

Al principio de esta historia ya se nos plantea este conflicto existencial: la soledad del hombre y su problema de ubicuidad. Sólo somos un momento y de pronto estamos en la otredad hasta vernos de pronto reconocidos en los otros para luego despertar y reconocer nuestra propia existencia, la única -la mía-, la que nos otorgan nuestras posesiones.

La historia es relatada por dos narradores: uno, autodiégetico[2], en primera persona y con un tono estilístico más cercano al lírico y el otro, extradiegético[3] que nos la refiere en tercera persona brindándonos así, otro punto de vista, si acaso similar y reconciliador, también diferente y más exacto. Es la otredad que surge de él y de esta manera la narración se torna repetitiva[4].

El narrador en primera persona recuerda y es más subjetivo, más interior; mientras que el otro nos ubica en el mismo tiempo de los hechos cuando suceden los recuerdos de aquél que ha despertado, entra en su mente pero nos la refiere objetivamente.

Es el peligro lo que le ha recordado quién es y dónde se encuentra. El peligro y no el miedo. (...) Siente el frío, siente el hambre, el agotamiento de las marchas brutales, la desesperación de estar hundiéndose siempre, (...) (...)Hace un segundo era apenas algo más que un chispazo de alarma en el gran vacío de la oscuridad, anónimo como una brasa de cigarrillo brillando un solo instante al otro lado del barro y de la tierra de nadie,(...)

Como podemos observar es lo mismo antes dicho por el primer narrador que es el héroe de la historia y, sin embargo, por medio de este otro narrador en tercera persona y “enajenado”[5] de los sucesos, nos podemos ubicar en un lugar que el primero desconoce y sobre todo, se nos hace saber que ese ser siente. Este narrador externo, sabe que ese hombre está soñando y que en cada sueño encuentra una identidad distinta, lo que fue, lo que pudo ser y debió ser[6].

Ambos narradores de alguna manera logran fundirse entre sí, como un en choque de sinapsis, provocando el corto circuito de la incomprensión que intuye.[7]

Ahora comprende, adivina, pero sigue sin tener miedo. Guerrilleros rusos. Operan detrás de nuestras líneas, sabotean instalaciones, ejecutan y cuelgan de los postes del telégrafo a colaboradores conocidos alemanes.

Como si fuera un Deja vu:

Un momento. Se estremece con un escalofrío, encogido en la oscuridad, palpando sábanas, una almohada, debajo de la cual no está su pistola. Estas cosas no han pasado aún. No puedo acordarme de algo que no ha ocurrido todavía.

Por medio del estilo indirecto libre nos logra conectar a la conciencia del que padece en esa tierra extraña en medio de una guerra en la que ahora se siente atrapado en una ciudad (Leningrado al parecer) que antes su ejército (al que le brinda servicios por mero romanticismo) sitiaba. Entonces, nos podemos hacer la pregunta sobre si ambos narradores son el mismo ser del cual proceden.

Es sólo que el primer narrador, nos relata su humanidad, reflejada en la constante ayuda que hace al alimentar a una mujer y a su hijo extranjeros del país que nunca pudieron someter. Mientras que el otro nos habla de su miedo(de aquél), lo que siente sobre los hechos que acontecieron una sola vez y serán remembrados una y otra vez en esas pequeñas muertes que son el sueño, hasta que por fin, se termine ésta (la muerte) con su propio fin:

Ahora sí, siente pánico, no a que lo maten, sino a encontrarse extraviado en la memoria insegura y en el desorden del tiempo, pánico y sobre todo vértigo, porque en un solo instante su conciencia salta a una distancia de más de medio siglo, de un continente entero.

De la vida nada se sabe hasta que el velo de la muerte está muy cerca, pero lo malo es que no sabremos el momento en que nos cubra, después de esa oscuridad, todo se torna tan silencioso, tan callando.

Pero de todas esas identidades sucesivas la más rara, la más irreal de todas es la que ha encontrado ahora, esta noche, recién despertado de un recuerdo tan vivo como un sueño. (...)Sólo desea adormilarse y que durante unos minutos o segundos ahora se convierta de nuevo en entonces.

Es cuando el personaje empieza a entender por qué y para qué se vive... Por nada, porque sí. Y se prefiere recordar en aquel tiempo cuando el miedo lo mantenía vivo, bajo la identidad de lo que muchos fue como si así escapara del destino desviando su mirada hacia el vacío incierto del recuerdo.


Jorge Alejandro Partida







[1] Entiéndase “despertar” como recordar. Despertar = recordar. Es provocar una cosa el recuerdo de otra. En castellano antiguo a despertarse se le llamaba recordar. Es por lo tanto recuperar una persona dormida la conciencia de sí mismo al despertar.
[2] El héroe que narra su propia historia
[3] El narrador es totalmente ajeno a los hechos que relata.
[4] Un hecho que ocurrió una sola vez nos es relatado varias veces.
[5] No del todo pues en discurso ambos se funden y logran emitir una voz pluridimensional.
[6] El “hacer” está implícito: si eres, haces y si no haces, no hacer es como una forma de hacer, la omisión es una acción negativa.
[7] Muy al estilo conceptista del barroco español que por medio de figuras absurdas provocaba el entendimiento y la iluminación.

4.15.2007

Caracol: ¿La casa del Ser?

Aunque Carmen Alardín (Tamaulipas, 1933) mencione que “todo poema es incompleto,” también nos demuestra de la manera más diáfana y desnuda de la palabra, que la poesía sigue un curso natural, lento y demasiado vivo en busca de su perfección. Poseedora de un lenguaje evolutivo, su sobria cadencia nos permite desentrañar los secretos más profundos de y desde uno de los más humildes seres en la naturaleza, el caracol, y quizás por analogía, encontrarnos en el laberinto original que la galardonada escritora (Premio Nacional de Poesía Xavier Villaurrutia en 1984) ha construido a lo largo de medio siglo de laboriosa actividad poética.
Caracol de Río es para todo aquél lector que lleva su lenguaje, “la casa del Ser” a sus espaldas, o al menos como un signo de interrogación dormido en su entrecejo. Y la interrogante que nos pulsa inmediatamente en la cabeza, al iniciar la lectura de este poemario, es si en todo ser humano habita un caracol en el cual éste ser se resguarda, o somos nosotros, simplemente ausentes, quienes habitamos esa concha vacía… Al respecto, en uno de los textos la autora misma nos contesta: “Soy caracol adentro de mi madre./ Voy grabando sus miedos para enterrarlos en la arena, cuando la luz desate/ su tormenta y su fuego sobre mí.” Y pronto caemos en cuenta de que húmedos nacemos de nosotros y desnudos nos exponemos ante la verdad simiente de nuestro propio alumbramiento.
El caracol, “piedra viva” lo simboliza todo para Carmen Alardín, animal con el cual ella misma se identifica ya que representa la cuna, el hogar y la pétrea mortaja del ser. Y más que un sarcófago, encarna la evolución concéntrica de la existencia. He ahí su esencia, mencionó en una entrevista, “la esencia de cómo vivimos a veces”, arrastrando desnudos nuestra casa, que desde una aventurada interpretación, el lenguaje (la casa del ser) que arrastramos es con el cual también nos vestimos.
El amor y el erotismo son una incesante búsqueda de libertad en los poemas de la poetisa y maestra en Letras Mexicanas, como también, un desafío a la nostalgia, pues como señaló Angelina Muñiz-Huberman, ésta no se emite, sino que más bien permanece encerrada: “Eras mi río y me dejaste un caracol./ Por él te busco/ y en las noches te encuentro/ porque las noches son para saciarse de las carencias con que crece el día.” Nos inmiscuimos dentro de la piedra en busca de la fluidez del otro grabando nuestros deseos, lo que nunca ha sido nuestro, mas quizás pudo haber sido. La nostalgia es pues esa “laberintitis caracolínea” que padece el hombre, esa “codicia por la línea”, pues cuando estamos nostálgicos de amor pensamos que avanzamos aunque en realidad demos ningún paso dentro de esa espiral umbilical que nos contagia de un doloroso deseo de regresar a “ese” punto inmóvil.
Leer a Carmen Alardín en Caracol de Río es atreverse a ser ceniza y devolvernos al origen de esa concha olvidada que no nos ampara, que simplemente nos oculta dentro de su cálida elocuencia y fresco ingenio. Autora homenajeada de otras publicaciones de gran importancia en la literatura Iberoamericana como Pórtico labriego (1951), Celda de viento (1953), Después del sueño (1957), Todo se deja así (1960), No pude detener los elefantes (1964), Canto para un amor sin fe (1971), Entreacto (1981), La violencia del otoño (1982) y La libertad inútil y algunas noches (1984), la licenciada en Letras Alemanas de la UNAM goza de ese gran prestigio literario gracias a su espontaneidad y profundo lenguaje rítmico. Sin duda el lector encontrará en el río de sus palabras una cautivante y lúcida reflexión sobre la realidad y la fantasía que lo invite a soñar dentro de ese pequeño ombligo andante, el microcosmos del caracol.